“Así es” no es lo mismo que decir “Así sea”: Así sea es una sentencia moral, enuncia un deber ser en cuanto que
tiene carácter normativo, dado por el imperativo del verbo ser. Pensándolo
bien, constituye la enunciación radical de toda ley, sea ésta escrita o
tácitamente establecida. Por lo tanto, como cualquier ley, desde “no pisar el césped” hasta las profundas
y ancestrales que prohíben el incesto o la usurpación de los bienes ajenos, es
una construcción sin cimientos, un castillo en el aire. Un absurdo. Una
gilipollez.
No
digo que la legislación no sea necesaria, al contrario, es fundamental. Pero
carece de fundamentos, no tiene su razón de ser en la naturaleza intrínseca del
ser humano - si es que hay una naturaleza intrínseca -, es decir, no somos
seres morales. No se presenta en nosotros como algo innato, ni tiene el aura de
sacralidad que tendencialmente se le atribuye; dudo mucho que un Dios nos haya
implantado en el espíritu la semilla de la moralidad. Y mucho menos se presenta
como algo ya dado en la naturaleza antes de nosotros. El concepto de “ley de la naturaleza” es una
transposición del orden - absolutamente artificial - de dicha institución al
caos desbordante que domina el universo, que de hecho nos es imposible de
soportar. Nosotros leemos en la naturaleza algo como leyes necesarias, físicas,
matemáticas, biológicas, etc.; pero sencillamente porque ese es el único esquema
mediante el que la podemos - creo yo, ilusoriamente - comprender.
Digamos
que la razón humana necesita legislar. Estructurar las cosas según un orden que
es exclusivamente humano, y que no necesariamente se da en la realidad.
El
único acto posible por nuestra parte de honestidad y coherencia es la
constatación.
Bien,
es cierto, el deber ser responde a la exigencia de vivir en comunidad. Sin
reglas no hay sociedad que funcione, que sea tal. Y es que “los seres humanos somos seres sociales”
de acuerdo, Aristóteles tiene razón. Pero eso no significa que nos podamos
tomar la libertad de pensar las cosas como dentro de un cosmos, sólo podemos
hacerlo con la conciencia de que todo orden fenoménico es un mero autoengaño. Y
además, ¿qué significa esta definición clásica de ser humano? Pues que somos
una panda de pringaos. Así es, admitámoslo.
La verdadera razón de la esclavitud es la
libertad.
– Hago un inciso, aclararé
en seguida el sentido en el que afirmo semejante barbaridad; mi idea es usar
esta especie de efectismo retórico para provocar la indignación, la extrañeza,
la duda; para transmitir, a quien lea esto, la misma sensación que experimento
yo al ver destruidos continuamente los que son mis valores y mis convicciones; porque
soy la más idealista de las personas que conozco y vivo, por ello, en una
continua frustración al sentirme cada vez más pequeña e incapaz, como ser
humano, ante todo lo que me rodea. Cuanto más me empeño en entender algo, menos
lo entiendo. Y es que el conocimiento no es constructivo, no es algo que se va
acumulando dentro de nosotros ofreciéndonos puntos de amarre sólidos para la
vida; todo lo contrario, es una gradual e inexorable destrucción. En esto consiste
la paradoja de la crítica: poner en crisis todo para condenarse a la crisis,
continua y creciente, cuyo fin potencial es el nihilismo más absoluto.
Desolador, lo sé, pero es así como se vuelve uno humilde, cómo alcanza la
conciencia de sí, de sus límites y de la precariedad de la existencia. Y opino
que esta debería ser una aspiración universal, porque es odiosa la fatuidad y
la arrogancia con la que el hombre pretende encasillar lo encasillable, juzgar
y juzgar, imponerse como tirano conceptual del universo. Dicho esto, explico el
sentido en el que entiendo que la libertad es, en último término, la razón de
la esclavitud. –
Vivimos
esclavizados, anclados a un concepto, el de libertad.
La libertad es un concepto, como todo concepto, inventado, literario y
especulativo. Libertad abstracta e inalcanzable en sí misma – no me estoy
refiriendo aquí a la libertad política, en sus diferentes acepciones, ni al
sentimiento irracional de libertad-. La libertad como cosa en sí, sin predicados, es inaccesible; es un incondicionado
absoluto que carece de referente real. En el fondo no más que una idea, de las
platónicas. Su ubicación el Hiperuranio
de la fantasía. Si no tuviésemos a tal idea de libertad como referencia, no
viviríamos la angustia de nuestra condición, no sentiríamos el peso de entender
toda acción como reacción a una necesidad. No habría ambigüedad en el querer.
Cualquier
concepto, en el fondo, es una pura quimera. No más que ficción, alejamiento de
las cosas; al fin y al cabo, un mecanismo de defensa ante el sinsentido. El
lenguaje proposicional es un sofisticado sistema de metáforas, porque sólo
aludimos a la realidad mediante una transición, con un giro forzado que reduce
cualquier cosa a símbolo. ¿Cómo es
posible que el sol quepa en una sola sílaba? Cualquier cosa que digamos,
incluso que nos digamos a nosotros mismos, contiene una metáfora, y esta
abstracción del lenguaje conforma ineludiblemente el pensamiento: pensamos
según leyes gramaticales infranqueables. ¿En
base a qué entendemos la realidad como dividida en sujeto y predicado? Esta
es la pregunta que se hizo Nietzsche; añado que esta reglamentación, fuera de
la cual nada puede ser dicho, es el origen de toda forma de dualismo en la
historia del pensamiento de la humanidad. Y no hay concepción de lo real que no
sea dualista. No la hay.
Lo
que pasa es que cualquier cosa que yo diga, por extraña o lógicamente
contradictoria que sea, es más comprensible que el silencio.
Pongamos
que me esté comiendo una manzana, de la manzana salga un gusano y entonces yo
diga/piense “Este gusano es biunívoco”,
por ejemplo. O que al tropezar y caerme sobre un enorme montículo de estiércol
exclame “¡estética trascendental!”. O
que mientras ceno con mi familia, amablemente le pida a mi madre “¿Podrías apagar la merluza, por favor?”
La
reacción de los demás sería de perplejidad, hilaridad o molestia. Pero, al fin
y al cabo, esa reacción sería la consecuencia del haber entendido el
significado de las proposiciones que he enunciado, que no son más que juegos de
palabras, combinaciones extravagantes de significado, imposibles lógicos, pero
siempre e inexorablemente dentro del marco del lenguaje, cuyos límites, parafraseando
a Gadamer, son los límites de la parcela
de mundo que podemos conocer.
Lo que no se entiende es el silencio. Y
no sólo no se entiende sino que no se puede pensar, ya que en la medida en que
hay un solo pensamiento, aunque no sea verbalizado, en nuestra conciencia, no
puede haber silencio. En cuanto que pensado como “silencio” ya no es silencio. Y “silencio”
es el concepto abstruso mediante el que aludimos a una “x” que se nos escapa,
un indeterminado que va más allá de nuestra comprensión y que, por ello, nos
abruma e intimida. El silencio no admite palabras y eso provoca en el hombre
consternación, malestar y azoramiento. Ni siquiera podemos decirnos mentalmente
“silencio” para tratar de sedar
nuestra ansiedad enjuiciándolo dentro de los límites de su definición, sino que
nos vemos obligados a estar-en él,
con él, en su trance, abrumados.
* Hay
mucho más océano que tierras, todo es y todos somos islas. Hay mucho más nada
que algo, y ese algo que hay son ciudades de humo flotando, en el universo en
expansión. No hay nada que sea sólido, nada que sea fijo. *
Me
gustaría saber quién fue el desgraciado neurótico al que se le ocurrió la
fantasiosa insensatez de la existencia del “destino” -que en la historia ha tomado la semblanza y los matices diferentes de “Tyché”, “Dike”, “Fatum”, Providencia, y un largo etcétera -. Cómo
llegó la humanidad, en su delirio, a transformar el sucederse en alternancia y
simultaneidad de instantes en devenir en una línea direccional, a medir el
tiempo en horas y entenderlo a través de la imagen de un camino, de una escalera
hacia el progreso, hacia la luz, la felicidad, hacia la verdad. ¡Nuestra ridícula existencia en la nada una
ascensión hacia la verdad! Es una idea completamente descabellada y, sin
embargo, a la que no podemos renunciar.
Le
damos un sentido a las cosas, las articulamos en sistemas grandilocuentes de
significado absolutamente arbitrarios. Y lo hacemos sólo por nuestro megalómano
afán de dominar la realidad, afán que responde, a su vez, a una latente
inseguridad, al humano complejo de inferioridad respecto al todo sin nombre.
Todos
los hombres son niños que temen a la oscuridad, porque siempre es el caos de la
noche el fondo que subyace a nuestra vida. Nos asusta lo inabarcable que nos
conforma, nosotros, destellos minúsculos de luz artificial arrojados a las
tinieblas.
“Los hombres somos seres narrativos”;
esta definición me gusta más que la aristotélica, porque es cierto que no somos
capaces de vivir, solamente; sino que necesitamos entender la vida; y
entendemos la vida sólo en medida en que nos la contamos como una historia.
Todas nuestras historias como millones y millones de fascículos dentro del
registro de la Historia de la humanidad.
En
cierta ocasión un amigo me dijo que me caricaturizo demasiado, y que eso no es
bueno porque tiene la consecuencia de que los demás no me toman en serio. Le
estuve dando muchas vueltas, pero es que no puedo evitarlo, no lo hago a posta,
supongo que es la única manera de la que dispongo para vivir dentro de mi vida/historia,
que es la más exacerbada de las tragicomedias. Todas las vidas asumen en la
reflexión introspectiva tonos literarios, pueden ser épicas, poéticas,
clásicas, fantásticas, y pueden combinarse en ellas todas las posibilidades en
distintas proporciones; y evidentemente, en función de ello las personas se
dibujan a sí mismas como personajes, a los que nos referimos cuando intentamos
definir lo que llamamos identidad. Y
bueno, no hay que entender este show que ponemos en escena como algo malo, como
algo enfermizo o inmoral. Sencillamente es así como funcionamos. Nos montamos
la película e inauguramos nuestro vuelo gallináceo a través del vacío. No hay
que tomárselo a mal. A mí me hace gracia.
Nuestros
discursos, de los que no podemos prescindir, son el autoengaño sobre el que nos
apoyamos para que no nos arrastre el huracán de lo inabarcable. Hablamos porque
no soportamos convivir con el silencio profundo que es el núcleo esencial de
todas las cosas, su ser profundo y verdadero. En rigor, sólo nos queda la constatación sin más del Imperio de la Nada y de la Noche. Eso
que sólo podemos vagamente percibir como acechando en nuestro interior, como la
amenaza lejana de una sombra.
El silencio es la realidad.